Hincamos el diente en el segundo capítulo de Gotham, esa propuesta de la cadena Fox que sigue apostando por sumergirnos en los tiempos anteriores a la llegada de Batman.
Empiezan a verse por donde van a ir los tiros, y pese a que aún goza de altos y bajos, la serie cuenta con calidad más que suficiente para labrarse ese ansiado hueco en la parrilla televisiva. Y es que Gotham se mueve en un terreno inexplorado, y eso es realmente bueno. Camina a tientas entre el género negro y la sordidez de la villanía propia de cómics. Lógicamente, éste último punto es mucho más descafeinado que en otros seriales centrados en héroes, pero ahí está la clave: aquí nuestro héroe no lleva capa alguna. Al menos, no de momento.
El protagonismo de Gordon se diluye en este segundo capítulo, y entiendo que esto es un mal necesario para que la trama avance, pero no puedo más que lamentarme. El personaje de Ben McKenzie me ha cautivado, lo admito. Y su discreto papel en este episodio es su principal talón de Aquiles. Porque es en las escenas que cuentan con Gordon donde de verdad conseguimos “sentir”, emocionarnos.
McKenzie ha logrado vincularnos emocionalmente con su Jim Gordon, y eso es algo muy loable teniendo en cuenta que solo hemos visto dos capítulos. Porque todos hacemos nuestra su frustración, nos duele ver como todos (incluso su propio compañero, Bullock), se regodean en el hecho de que “San Jim” haya sucumbido a la corrupción innata de Gotham. Que haya asesinado -o eso cree la ciudad- al Pingüino a sangre fría. Todos disfrutan ante la caída de Gordon, porque con ella piensan que él es como el resto: escoria corrupta y malnacida. Que Jim Gordon es un parásito más.
Pero se equivocan, claro. Y ganas no nos faltan de que Jim de un golpe sobre la mesa y confiese: “no, no lo maté. La ciudad de Gotham no me dobló”. Por supuesto, aún es pronto para esto, pero tarde o temprano la prueba viviente -y nunca mejor dicho- de que la rectitud moral de Gordon sigue intacta hará acto de presencia.
Y es que el Pingüino, caracterizado espectacularmente por Robin Lord Taylor, se ha convertido en la más grata revelación de Gotham. Puristas, sacad las antorchas, que lo que voy a decir puede salirme caro: este Pingüino es muy superior al de Danny DeVito en Batman Returns. Sí, sé que es complicado de encajar, pero los muros están para romperlos. Y si bien la comparación puede ser algo exagerada, lo cierto es que nadie duda a día de hoy que el Joker de Heath Ledger se merendó al bufón de Jack Nicholson.
Este Pingüino es un perdedor de herencia genética. Es un perdedor que ansía ganar, y eso lo transforma en un monstruo. El monstruo tiene dos caras -esto me ha hecho acordarme de otro mítico villano del murciélago…¿aparecerá Dent algún día? Ya sabemos que sí-, la del psicópata y la del pardillo. Y es justo cuando asoma el pardillo que el monstruo crece, se agranda… y devora. Ni como secuestrador parece servir Oswald Cobblepot, y sin embargo, a nosotros nos despierta algo oscuro. En su mirada, en su tartamudeo. En su repentino cambio de expresión cuando lo comparan con un pingüino al andar.
Probablemente la serie ya se mantendría a flote con tan opuestos gothamitas (Gordon y Cobblepot), y sin embargo intenta ir más allá. Y es la elección correcta, pero algo en este segundo capítulo no termina de encajarme. Quizá son estas tramas “de más”, que tan solo lastran el tiempo en pantalla de la verdadera carnaza. La investigación paralela de los dos policías “honestos” o el escaso desarrollo de Selina Kyle y su inexplicable fobia a vivir bajo un techo parecen meras excusas para tirar del background de Batman (una leve mención al Fabricante de Muñecas y al Asilo Arkham, y a otra cosa).
Es justo señalar, a su vez, al personaje de Fish Mooney. Interpretada por Jada Pinkett Smith (es decir, la esposa de Will Smith), esta hampona desprende un carisma únicamente atribuible a la actriz que le da vida. Del zapato inexpresivo que era Niobe en Matrix, aquí Jada se las ingenia para alumbrarnos con la ambición hecha mujer. Interesante como pocas sus luchas de poder con Falcone, como impagable es el estallido de cólera de Fish cuando Falcone le advierte sobre una hipotética traición.
Es en este caldo de cultivo donde entre tanto mafioso, perturbado y asesino despunta un huérfano aún en shock por la reciente muerte de sus padres. Y no, no voy a darle leña al muchacho por su pésima actuación (¿cómo, que acabo de hacerlo? ¡Ups!). Tampoco voy a ensañarme con esta nueva versión de Alfred, a quien no paran de lloverle palos en internet (y con razón). No, quiero centrarme única y exclusivamente en el tratamiento del personaje de Bruce Wayne.
Desarrollar los cimientos del Batman que todos tenemos tan asimilado es una tarea titánica. Nos guste o no, la influencia de Cristopher Nolan y su Caballero Oscuro nos ha teñido el juicio a muchos, hasta el punto que, con demasiada frecuencia, la gente opina que todo aquello que se salga del patrón de Nolan está mal. Y nada más lejos de la realidad.
Este Bruce es la primera piedra del gran castillo que será Batman. Mostrar este hecho al espectador sin que se ofenda es una odisea, porque no existe el término medio: si el pequeño Bruce de Gotham adopta un aire solemne y maduro a tan temprana edad, corren el riesgo de pifiarla como ya ocurrió con el personaje de Carl en The Walking Dead. Y si por el contrario muestran al Bruce niño como lo que es -un niño-, el clamor de los fans inundará internet con absurdas frases del tipo “cómo este niñato puede llegar algún día a ser Batman”.
No hay respuesta fácil. Partiendo de esta base, a mí la decisión tomada por los capos de Gotham me parece la idónea. No es que sea un chaval maduro -que lo es-, es que este niño está completamente desequilibrado. Y motivos tiene de sobra, es evidente. Este enfoque me gusta porque ahonda en la misma idea que ya pinceló Alan Moore en La Broma Asesina, que el propio Batman está tan chalado como los enfermos mentales a los que combate.
Y así es como debe ser. Porque nadie en su sano juicio, por traumatizado que esté o por fuerte que sea, se enfundaría en un disfraz de murciélago y saldría por las noches a repartir estopa. Solo alguien poco cuerdo llegaría a esta conclusión. Así que, chicos de Gotham, un minipunto para vosotros. Y otro más por esa impagable secuencia de Bruce dibujando horrores mientras escucha heavy metal. Tremendo.
Algo más a favor de la serie es el cuidado por los pequeños detalles. Tonterías, a veces casi imperceptibles, que sin embargo agradan a aquel que repara en ellos. Ya nos hicimos eco de uno en la anterior reseña (me refiero al cómico que explica un chiste a Fish). Hubo alguno más en el piloto, como el pequeño Bruce con la placa de Jim Gordon en la mano. Aquí es el momento exacto donde Bruce decide que la justicia, tal cual está ahora, no es justa. Así que devolvió la placa a Gordon. Renunció a ser policía.
Y claro, en este segundo episodio tenemos aún más de estos detalles. Por ejemplo, el logo al que hacen referencia (el del tridente), aparece en la primera secuencia del capítulo, en una gran valla publicitaria. Me llamó la atención también ver a los perros ladrar a Selina, como si de una gata de verdad se tratara. Pero el que se lleva la palma es ese Bruce que aparece de la nada. ¡Se nota que ya tenía madera para ninja!
Buenas noticias la vuelta del Pingüino, realmente buenas. ¿Qué le ocurrirá a Gordon cuando se sepa que no asesinó a Cobblepot? De momento habrá que esperar.